El elenco de la muerte

Por Jotamario Arbeláez *

La noche del día aciago de clausura de bachilleres del Santa Librada College, cuando el padre Silva, como condescendencia, me entregó un cartón sin firmas para que la vergüenza de mis padres por mi fracaso no fuera pública, después de la fiesta que de todas maneras me hicieron en nuestra residencia del Barrio Obrero y que fue fastuosa, con una novia en cada uno de los tres patios, me encerré a decidir qué iba a ser de mí sin opción de estudiar alguna carrera profesional para ganarme la vida por culpa del álgebra de “Atila” y la trigonometría de “Morocho” –qué envidia con mi nítido compañero de afanes literarios Diego León Giraldo, quien marcharía del Bermanch a Bogotá a estudiar sociología en la Universidad Nacional– y tiré a cara y sello con la única moneda que me quedaba si me inscribía en artes marciales en el Gimnasio Olímpico o en artes escénicas en el TEC. Ganó el TEC.

Marché, pues, a matricularme de histrión, como me moteaba para burlarse de mí Alfredo Sánchez, en el Palacio de Bellas Artes, que dirigía Néstor Sanclemente, quien bebía aguardiente en la tienda vecina y me ofreció el primero de la mañana, a mí que no bebo. Era el asesor contable el poeta Éber Cordobez, quien en adelante me permitiría utilizar su máquina para hacerme el poeta. Me indicó que debería ingresar en su curso Ruquita Velasco, quien de entrada me puso a improvisar el monólogo de Segismundo. En esas entró Enrique Buenaventura, seguido por el escenógrafo argentino Roberto Arceluz, quienes al verme incursionando en sus predios no cesaban de mofarse de mi deleznable figura, que nunca resistiría el peso de un drama. Me pidió Berta Cataño con una escoba que desalojara el teatrino porque el gran actor argentino Pedro I. Martínez debería ensayar su papel de Edipo. El actorazo me pasó unos billetes y me pidió que le consiguiera en la tienda, sin que me viera Sanclemente, una botella de vino seco.

En la tienda sonreía con el bigote húmedo el pintor Hernando Tejada, quien tenía su estudio adyacente. Tomaba gaseosa con una linda modelo que acabaría de pintar y me presentó. “Yo soy Marlén y no es necesario que me digas quién eres sino qué quieres.” Quedé tan deslumbrado que le pedí que me enseñara del Palacio la parte oscura, pues era alumno nuevo y no había pasado del primer piso. Me hizo señas de que la siguiera y terminamos en la terraza, que era el depósito de utilerías y allí, en medio de la escenografía de Sueño de una noche de verano, mientras nos besábamos con los ojos cerrados hicimos el amor en puntas de pie, ella subida sobre dos latas de vinilo. Cuando llegó la hora de ver estrellas abrí el ojo y -espiándonos entre los trebejos- alcancé a precisar las cabezas de dos figuras estelares del TEC, Luis Fernando Pérez y Mario Ceballos, quizás masturbándose. Como ya era hombre de teatro hice caso omiso del voyerismo, acompañé a mi dama con quien a partir de ese momento viviría intensos años al piso de abajo, donde la esperaba su esposo el pintor excéntrico Enrique Calle, el mismo que luego de pintarla a ella con los colores del mar se haría famoso pintando atardeceres de San Andrés con los colores de ella bajo el seudónimo de Kat. Estaba acompañado por el buenmozo de Helios Fernández, quien había invitado a la pareja a cenar al Hostal, supongo que con sus terceras intenciones. Ella se disculpó diciendo que prefería seguir conmigo.

Esta historia, sucedida en un solo día como el Ulises, no tendría nada de fantástica, por más que se remita a los años 60, si no fuera porque tanto el padre Silva como mis padres y los profesores “Morocho” y “Atila”, los nadaístas Alfredo Sánchez y Diego León Giraldo, el director de Bellas Artes Néstor Sanclemente y su revisor fiscal el poeta Éber Cordobez, el director del TEC Enrique Buenaventura, el escenógrafo Arceluz y los actores Ruth Velasco, Berta Cataño, Pedro I. Martínez, Luis Fernando Pérez, Mario Ceballos y Helios Fernández, mi mujer Marlén y su esposo Kat, hoy ya no tienen residencia en la tierra.

Mientras cerca de la cima de la montaña, contemplando la caída de la tarde sobre la serranía de El Tablazo, en la capital, saboreando un tequila y a salvo de la parca, tejo esta historia de la que me resultan todos los personajes difuntos. Como en Rulfo. ¡Qué susto! ¿Cuál de estos espíritus será el que venga esta noche a jalarme las patas y a descorrerme las cobijas?

Me imagino que Pedro I., a quien nunca le llevé el vino.


*Poeta y periodista colombiano, una de las voces emblemáticas del Movimiento Nadaísta.

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