Los dueños de la calle

Por Eduardo Bechara Navratilova

La crónica periodística goza de cabal salud, y eso lo demuestran los trabajos de este autor: Recortes de una realidad donde siempre respira lo misterioso, lo aciago, lo cruelmente histórico y fatalmente político. Bechara ha viajado por el mundo –casi siempre en bicicleta- y ha entrado en comunión con los universos subterráneos que infestan las grandes ciudades. El texto publicado a continuación recrea la invasión de la mafia rusa a la capital checa.

La clara noche de verano en Praga dejaba ver los techos ocres y cúpulas góticas, resaltando la imagen de postal idílica. Jeff y yo volvimos al dormitorio luego de comer en un restaurante checo. Él se quedó hablando con algunas personas y yo aproveché para tocar en la puerta de Verónica, una mexicana de piel canela, que había conocido esa mañana en el desayuno del Kolej Komenského.

–Estaba durmiendo – dijo con ojos nublados. - A las once nos vamos a reunir con los de mi programa para ir a un club. ¿Quieres venir?

Entré a Internet a revisar las noticias. Llegada la hora me bañé y vestí. A las once y veinticinco fui al cuarto de Jeff. Escribía un cuento corto para el taller de literatura que teníamos el viernes con Robert Olen Butler.

–Se debe estar arreglando. Tú sabes cómo son las mujeres -dijo.

Volví a golpear a su puerta. Abrió y una ola de perfume invadió el ambiente. Estaba maquillada. Su pelo negro se resbalaba por sus hombros hasta la altura de sus finos pechos escotados. – Ahora pasó por ti -, me dijo. Miré sus piernas largas una vez que se volteó, detallando el pantalón corto que lucía parada sobre unos tacones negros que produjeron un repiqueteo sobre el baldosín. Volví a mi sector y le conté a Jeff. Tomé el libro The years of Smashing Bricks de Richard Katrovas, con quién veríamos la segunda parte del taller de literatura, me senté en la cama y empecé a leer las primeras páginas, hasta que escuché el sonido de sus tacones en el piso del corredor. Me asomé a la puerta y la vi de espaldas en compañía de su compañera de cuarto. Caminaba hacia las escaleras que llevaban al primer piso.

–No pasó por mí –le dije a Jeff dejando el libro en el anaquel-. Cuando salí de nuevo ya no estaba. Bajé al lobby en donde me encontré a Jack. Bebía una Pilzen Urquell con Heinz, Paul y algunas otras personas. Le pregunté si había visto a las mexicanas salir. Respondió que no estaba mirando hacía la puerta.

¿Se habría ido sin mí? No me sonaba. Dí algunas vueltas por los espacios del viejo dormitorio de corredores largos y arquitectura comunista. Las manijas de las puertas estaban rotas, los acabados de los cuartos eran de madera barata vencida en las puntas, y los baños compartimientos estrechos con inodoros de plástico y tanques elevados. Sus cisternas se descargaban halando una pita percudida que en algún momento tuvo que ser blanca. Según algunos, el edificio había sido un centro de operaciones de la KGB. Di otras vueltas hasta que volví al cuarto de Jeff.

–¿En serio crees que se haya ido? Puede andar por ahí -dijo levantando sus ojos de la pantalla de su computador personal.

–Si me busca puedes decirle que ando en el lobby –le pedí. Di otra vuelta por el segundo y tercer piso del laberíntico dormitorio y bajé. No se puede haber ido. ¿Cómo es posible?

Jack me ofreció una cerveza que bebí en tragos cortos mirando las escaleras que llevaban al segundo piso. ¿Por qué todo es tan difícil? No se ha ido, me respondí. Caminé a la recepción y le pregunté a una señora si había visto salir un grupo. Respondió que varias personas acababan de irse. Volví cabizbajo. Odiaba verme en esa situación.

–¿Vienes con nosotros? –me preguntó Jack–, Heinz está cumpliendo 21 años.

–No sé, iba a salir con la mexicana.

–¿Dónde está?

– No sé.

Me miró con incredulidad, como si le costara trabajo creer que aún siguiera por ahí. Puso su mano en mi hombro indicándome la salida. La noche estaba fresca. Caminé hacia la estación del tranvía con tristeza. Escenas de mi pasado me atormentaron. El recuerdo de Tatiana incrementó la frustración. Un par de escarabajos claros con manchas rojas copulaban en uno de los adoquines. Déjalo atrás. No puedo, me molesta ese sentimiento de perder oportunidades que se van y no vuelven, del tiempo que se fuga frente a mí. Me había vuelto una nena desde mi ida de Colombia. El mundo giraba más rápido y nada era en realidad mío. Como aquella emoción fugaz de salir con Verónica. Ansiaba radicarme en Praga, lo había querido desde el verano del 97, pero aún me era imposible.

El tranvía número 23 volteó la curva y Jack le gritó a Ashley y Julie que se apuraran. Un pitido indicó el final de la entrada y el aparato inició su descenso produciendo un sonido eléctrico. Vi a Verónica al divisar la ciudad desde la colina. Me miraba con sus grandes ojos negros. Pasé mi boca por su cuello, sus hombros, la abertura de sus pechos. El río Vltava era una mancha oscura cruzada por puentes.

Nos bajamos en Malostranská y cruzamos el Mánesuv most, viendo la estructura medieval del puente Carlos iluminado sobre las apacibles aguas. Era sin duda la vista perfecta para estar con ella. Las murallas del castillo iluminado en lo alto de la montaña, y las torres en punta de la catedral de San Vito erigida en su interior, aparecían como monumentos a una estética gótica.

Tomamos la calle Krizovnicka, frente a la ópera y al edificio de la facultad de filosofía y letras de la Universidad de Carlos, donde asistíamos al taller de literatura. Caminamos por la silenciosa vía hasta el inicio del Karlúv most, donde su puerta en piedra tallada y tejados con agujas, daba para una linda foto contra el barrio pequeño al otro lado del río. En unas fachadas contiguas, un aviso en inglés publicitaba la discoteca de cinco pisos, Karlovy Lázne. “The biggest disco in Central Europe”. Recorrimos un pasadizo de adoquines que atravesaba la edificación medieval, llegando hasta la entrada custodiada por ‘bouncers’. Jack propuso ir a tomar algo antes de entrar. Caminamos bordeando las aguas que caían tranquilas por un desnivel artificial extendido hasta una pequeña isla, donde unas exclusas permitían el paso de los barcos. Le hubiera gritado cuando la vi de espaldas en el corredor. Debí haberme quedado esperándola, seguro andaba en algún otro lugar del dormitorio. Mucha gueva.

Nos desviamos por una calle iluminada por faroles, entrando a un bar de paredes ocres con escritos en tiza. Cuadros con rostros de personas infelices pendían de las paredes. Un grupo de gente cantaba con una guitarra en una mesa. Pedimos Pilzen, pero cuando la mesera se volteaba Ashley dijo que se iban porque el sitio no les gustaba. Heinz se paró detrás de ellas.

–Déjalas irse –le dijo Jack.

Una mujer de gafas redondas, esqueleto negro y pelo rubio esponjado como el de un French Poodle, interpretaba una canción que otras jóvenes sentadas en la mesa de atrás seguían.

–¿En qué lengua están cantando? –les pregunté.

–Ruso –respondió una de ellas.

Un hombre de camiseta verde y pelo corto tomó la guitarra y cantó. La cerveza me entraba deliciosa y por primera vez en la noche sentí un alivio, como si nada de lo que hubiera ocurrido antes importara. Empecé a aplaudir al ritmo de la canción y al cabo de un momento Jack se levantó a bailar, subiendo los codos por encima de sus hombros. Paul fue al baño y cuando volvió una de las mujeres tomó su brazo y le dio un par de vueltas. Saqué la cámara y empecé a filmar. Las jóvenes tarareaban la canción integrando las mesas en una gran fiesta.

Jack tomó la guitarra y cantó Born in the U.S.A. Pedimos otra cerveza y luego otra, al tiempo en que Jack y el ruso alternaban sus interpretaciones.

–Feliz cumpleaños Heinz –le dijo al terminar de tocar Summer of 69.

Un checo en otra mesa interpretó un par de canciones. La mesera trajo una ronda de slivovits a petición de la dueña y bebimos de un golpe las copas llenas de licor. Nos contó que había llegado a Praga hacía tres de años desde Georgia. Sus amigos venían de Siberia. Veinte años atrás, antes de la caída del muro de Berlín, hubiera sido imposible ver a rusos y americanos cantando y bailando entre si.

Salimos a las 2:00 a.m., y bordeamos el río hacia la discoteca Karlovy Lázne, en cuya entrada aparecía un grupo de jóvenes. Cuando nos aproximábamos, se formó una conmoción y un ‘bouncer’ lanzó un trago en la cara de una niña. Ella se le fue encima pero el hombre la contuvo y le jaló el pelo.

–¿No hay verdaderos hombres en éste país? –gritó en inglés al verse vencida.

Di un paso hacia delante y lo agarré de sus muñecas, bajándolas a la altura de su cintura. De inmediato me vi rodeado por el resto de ‘bouncers’ amenazantes. Uno de ellos golpeó mis antebrazos obligándome a soltar a su amigo, otro me mostró su puño cerrado sobre la cara, y otro me roció la cara del otro lado con un spray. Mi piel ardió de inmediato.

–¡Están echando gas pimienta! –exclamo Jack a mi derecha. Me sentí halado por uno de mis amigos hacia atrás y la niña quedo entre la jauría. El matón desenfundó su mano derecha –la vi viajar por el aire con su brazo extendido como una raqueta–, golpeando el rostro de la niña. Sentí que me la había dado a mí. Algo se quebró en mi interior. Desenfundó su mano izquierda de la misma forma y la golpeó del otro lado.

Sentí la necesidad de avanzar de nuevo y empezar a lanzar puños como un desquiciado, pero diversas imágenes se atravesaron por mi cabeza en un instante. Me vi rodeado de ‘bouncers’, con la nariz sangrante, en una estación de policía dando explicaciones en mi limitado checo, hablando con el director del programa de verano, yendo a clase con el ojo morado…

El hombre desenfundó su mano derecha una vez más, plantándola sobre el rostro de otra niña americana que estaba en sus proximidades. Lo miré con odio. El grupo rescató a las jóvenes y emprendió la retirada encabezado por un gordo de cara roja que lucía una peluca de crespos amarillos. Permanecimos estáticos digiriendo la situación. El ‘bouncer’ estiraba los brazos y ampliaba el eje de sus hombros entre su chaqueta negra. Movía su grueso cuello hacia uno y otro lado, como si acabara de ser declarado campeón de alguna pelea de boxeo. Sentí repugnancia. Los cinco rufianes se agruparon una vez más frente a la entrada del Karlovy Lázne, mirándonos de forma intimidante. Culo de valientes, me dije.

–¿Qué vamos a hacer? Están mirando para acá –dijo Heinz.

Uno de ellos chasqueó sus dedos un par de veces y movió la parte superior de su mano hacia fuera, indicando que nos fuéramos. Permanecimos ahí por un momento sin avanzar o retroceder.

–Tenemos que irnos –insistió Heinz dando un paso hacia atrás.

Jack y Paul permanecieron a mi lado. Los cinco esbirros hablaron entre ellos planeando algo. Continuamos desafiantes sin movernos hasta que uno de ellos nos gritó una amenaza evidente por el tono de voz.

–¿Quiénes se creen estos hijueputas? ¿Los malditos dueños de la calle? – pregunté.

–Son de la mafia rusa –dije una vez que salimos frente a la estatua de Carlos IV. Petr Bilek, el director del departamento de literatura checa de la Universidad de Carlos, volvió a mi cabeza. Ahora entendía su desazón al ver que la República Checa pasó del dominio de los comunistas al de la mafia rusa. En clase dijo que la ciudad se llenó de establecimientos de comercio en los que lavan dinero del narcotráfico y la trata de blancas.

El reflejo del castillo crispaba en el agua. Parecía difícil pensar que estuviera caminando por la misma ciudad sacada de una historia de hadas, en donde las estatuas te hablan cuando pasas a su lado. El movimiento de los brazos del ‘bouncer’ se repetía en mi cabeza. La naturalidad con que lo había hecho, daba para pensar que golpeaba de la misma forma a su hermana, su mamá, su novia o a cualquier mujer que encontrara en su camino. Cruzamos el puente llegando hasta Mala Strana y subimos por Mostecká Ulice hasta Malostranské Namestí, en donde la cúpula verde de la catedral de San Nicolás aparecía iluminada contra el cielo estrellado. Tomamos la calle Nerudova en dirección al Kolej Komenského.

–Tenemos que hacer algo, esto no se puede quedar así, te lo estoy diciendo, ¿viste la expresión en la cara de la niña? –dijo Jack.

–¿Qué podemos hacer? ¡Nada! –respondió Heinz.

Jack se lanzó a la calle frente a una patrulla que subía a la altura de la embajada rumana. El policía nos indicó que había una estación a tres cuadras de ahí.

–No va a servir de nada. ¿Qué les vamos a decir, que golpearon a unas turistas? Qué les importa.

–Es lo que debemos hacer. Eso es lo que haríamos en América -, dijo Jack devolviéndose.

–¿Qué nos vamos a meter con la mafia rusa? ¡Por Dios! Es mi cumpleaños. Volvamos al alojamiento. Allá deben estar Ashley y Julie. Yo sólo quiero tirar –replicó caminando con desgano.

Nos dirigimos a la estación pasando frente a la iglesia de Nuestra Señora Victoriosa, donde se encuentra el Niño Jesús de Praga. Frente a la embajada norteamericana, dos policías inspeccionaban con espejos la parte inferior de un carro. Le conté la historia a una joven agente que nos señaló la estación con su índice.

–Deben poner la denuncia en la estación del otro lado del río –dijo.

–Si ven. A nadie le importa. Esto no tiene sentido –insistió Heinz.

Hablamos con la mujer policía. Hizo algunas llamadas por radioteléfono. Al cabo de un tiempo nos indicó seguirla. Subimos a la estación de nuevo. Le respondí algunas preguntas a un agente que bajó mis datos de un computador. Me hizo firmar una declaración y nos dijo que esperáramos.

–Toda esta gente debe estar comprada, esto no sirve de nada. Díselo tu –advirtió Heinz mirándome.

–¿Tu qué crees? –preguntó Jack.

–Que no hay vuelta atrás –dije mirando el reloj. Eran las 4:00 a.m.

–Son unos tercos.

A los cuarenta y cinco minutos llegó un agente delgado que nos dijo que debíamos volver al lugar.

–¿Volver al lugar? ¡Están locos! ¡Qué cumpleaños tan del putas! –dijo Heinz.

–No podría irme a dormir tranquilo sin hacer esto. Es nuestro deber como americanos –respondió él.

–Los principios de justicia son universales. No sólo americanos –dijo Paul.

La patrulla parqueó al lado del andén y vimos a los cinco ‘bouncers’ contra la fachada del Karlovy Lázne. El policía nos indicó bajarnos y seguirlo.

–Oigan, no soy bueno para esto, es en serio –dijo Heinz.

Caminamos hacia la entrada en donde los dueños de la calle nos miraban con sorpresa. El que le había pegado a las niñas asumió la vocería, hablando con el policía de forma tan rápida que me era imposible entender. Su piel era oscura, de nariz aguileña y ojos negros. Actuaba como si no debiera nada, al punto en que parecían ser amigos. Clavé los ojos en otro de ellos y los mantuve así, hasta que el tipo volteó los suyos. Paul y Jack se mantuvieron firmes a mi lado, hasta que el policía se dio la vuelta de forma intempestiva y caminó hacia la patrulla. Heinz se volteó caminando detrás de él y nos volteamos todos siguiendo al policía.

–¿Qué pasó? –preguntó Jack.

–No sé.

El policía se metió al carro a hablar por radioteléfono durante algunos minutos hasta que toqué en su ventana.

– ¿Qué pasó? –le pregunté.

–Todo está bien. Ya se pueden ir -, dijo subiendo la ventana.

Jack me miró con sus grandes ojos azules pidiendo una explicación. Llevé las palmas de mis manos abiertas a la altura de mi rostro, incliné la cabeza hacia un lado y levanté los hombros.

–Debemos irnos, los tipos están mirando para acá –dijo Heinz.

Bajamos y dimos una vuelta por unas calles aledañas para llegar al puente de Carlos sin pasar frente a ellos.

–¡Estoy muy emputado! –dijo Heinz corriendo por el puente para alejarse de nosotros.

– Es una gallina -, dijo Paul.

–No sé, Praga ya no es lo mismo para mí. Todo lo que pensaba de ella se fue al piso. Podrá ser muy bonita, pero aquí no hay justicia -, comentó Jack.

No es culpa de Praga, ella es otra víctima, me dijo una de las estatuas del puente. Por sus lindas calles ha marchado el nazismo y el comunismo. A mi cabeza volvieron historias del pasado que mi propia mamá me había contado. El Nuevo día empezaba a clarear. Los nacientes rayos de sol pintaban las fachadas del castillo en Mala Strana. Subimos por Nerudova en dirección al Kolej Komenského. Cuando llegamos ya era de día.

Dormí un par de horas hasta que Jeff tocó en mi puerta indicándome que iban a cerrar el desayuno. Me levanté con la imagen del ‘bouncer’ golpeando a la niña. De bajada me encontré a Hana Zahradnícová y le conté lo que había pasado.

–Son unos locos, de Karlovy Lázne ha desaparecido gente.

Bajé al restaurante en donde ya estaban retirando la comida. Alcancé a tomar una manzana y me senté con Jason, quien terminaba de desayunar.

–Oye, una mujer te estuvo buscando anoche. Sus piernas eran muy largas –dijo abriendo los ojos–. Le dije que no sabía dónde estabas. Después la escuché repitiendo tu nombre en el corredor.

* Periodista y trotamundos colombiano, de ascendencia checa.

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