Traficando narcotráfico

Por Iván Beltrán Castillo

Hay un nuevo romance entre la sociedad de buen ver y el narcotráfico. Sinuoso, diplomático, invisible, ha crecido de manera taimada durante los últimos años. Su estratagema es silente y la invasión irreversible, y ahora esta pareja escandalosa, este nuevo amancebamiento bendecido, se pasea por toda Colombia, como el Cartel de Medellín en sus años dorados.

Es una reciente forma de negocio que no se puede extirpar con glifosato, porque los mercaderes, siempre tan ingeniosos, lo que trafican es una siembra virtual, un mensaje cifrado al servicio del espíritu de la mafia, un inédito artilugio para sacarle divisas al infierno sin abandonar la comodidad burocrática del cielo.

Con los capos de la vida real en la cárcel, o haciendo caja en el pentágono, ahora los que quieren quedarse con el negocio, exprimir el fruto prohibido hasta la última gota, y sacarle nuevas divisas a la “merca” son los padrinos de la imaginación, los señores feudales de la fantasía, los agiotistas que, aprovechando la metástasis de la miseria, hipotecaron también los sueños, principalmente en su versión más llamativa: la pesadilla.

Son los mercaderes de siempre con otra técnica y otro discurso, y ávidos o retrecheros están recogiendo la post-siembra de la droga suntuaria, y montando el show bussines y la super-producción de la decadencia nacional, que para ellos no representa sino una cifra, un cheque, otra posibilidad de expropiación intelectual.

Es fácil suponerlo: nos referimos a R.C.N y CARACOL, los tristemente célebres canales privados de la televisión colombiana (tan privados que nos han privado de la cultura, de la información, de la dignidad y del talento sin pedirnos la autorización), y que, como dos carteles enfrentados por el dominio de una convulsa ciudad compiten para quedarse con el botín de la historia, la leyenda y la mitología del narcotráfico, que no miden en kilos sino en sintonía.

Estos mercaderes saben que, pese a todo, muy dentro de la estructura mental de los colombianos existe una admiración subliminal por esta macabra canción de gesta, y conocedores de que el averno es un buen negocio, disfrazados de retratistas, han lanzado dos producciones que se regodean con el cuento internacional del narcotráfico: El Cartel de los Sapos y Los Protegidos, pálidas caricaturas dramatúrgicas del cine de gangsters norteamericano, pastiches de los Padrinos y Los Caracortadas, sin su fuerza ni su capacidad exploratoria.

En este mismo espacio afirmamos hace medio año que Colombia está obsesionada con el narcotráfico, como un joven de alta sociedad perdido por los favores de una bella ramera, y que la urbanidad que ha penetrado nuestra psique, luego del crepúsculo de la diseñada por el venezolano Carreño, no es otra que la que escribió a plomazos Pablo Escobar, y cuyo fantasma deambula por la nación diseminando su escarcha tenebrosa.

La batalla de R.C.N y Caracol guarda paradójicamente notables semejanzas con las fieras guerras de los carteles, comenzando por la más indiscutible: lo único que les importa es aumentar su ejército de consumidores.

No es necio postular que quién hace negocio –directo o disimulado, de frente o de sesgo- con la merca deleitosa, participa de “La gran familia”… y negocio es lo que hacen los carteles de la in-comunicación, al poner en escena con grosera perversión, maniqueísmo absoluto y equívoca moral, esta patética tragedia: es otro de los rostros que puede adquirir la porno-miseria, sólo que en este caso se trata de la miseria espiritual de los nuevos ricos, los pachucos y los emergentes. La extensión del discurso mafioso es tan grave que la única que va a terminar por ser inocente es la perica.

Hace tiempo sabemos que los mercachifles cambian de Dios como cambiar de camisa y que las temáticas, las artes y los gobiernos a los que se adscriben son apenas el muestrario de abalorios utilizados para ensartar sus víctimas, y que venden el buen gusto o la belleza por una suculenta dádiva, y que su proyecto –al igual que el de todos los carteles que en el mundo han sido- es aniquilar, fumigar y barrenar a sus competidores. Por eso, siempre han postulado su horror hacia el producto -la coca- pero se han complacido con sus consecuencias: ni su whisky, ni sus estrafalarios gustos, ni sus grupos armados, ni sus vampiresas y menos aún, sus chequeras, les parecen reprobables… y menos todavía el “golpe de opinión” de su periplo, el bombazo que significa tenerlos de invitados estelares en su parrilla de programación.

Es así como la puesta en escena de la mafia representa una nueva traición de los grandes capitalistas frente a sus antiguos cofrades: La primera fue cuando fingieron ser sus amigos, la segunda cuando fingieron ser sus enemigos y la tercera es esta, cuando se fingen sus biógrafos.

Si, esta mitología de cocina -término que le viene al asunto como anillo al dedo- sigue siendo el arquetipo del deseo oscuro de los mancillados, y nada más propicio que el territorio de los melodramas para desahogarlo. Aquí podría alegarse que el arte está obligado a reflejar la realidad, ser su obstinada memoria; pero ese reflejo debe ser una respuesta lustral de la imaginación y nunca –como en este caso- su soterrado celestinaje.

No es un secreto para nadie que las telenovelas lograron una proeza que parecía imposible: que existiera algo más bajo que la vida. Pero, asombrosamente, estas series van más allá: consiguen que exista algo más bajo que la mafia.

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