Obras de Mampostería de Nelson Romero

Por Hernando Guerra Tovar

En Obras de Mampostería Nelson Romero Guzmán asume otra vez, como ya nos tiene acostumbrados, el oficio de poeta, es decir de constructor, de creador. Este es un poemario edificante. Su obra está bien hecha. Los cimientos, las vigas y columnas, tienen los materiales necesarios. Ni más ni menos. La justa medida en la piedra, el agua, la arena, el cemento y el metal. El conjuro. La plomada. La solidez consiste, precisamente, en el equilibrio que dan el oído y la visión acoplados. Todos los sentidos acoplados: “los cinco rencores de los cinco sentidos, / las cinco crueldades del cuerpo, / los cinco animales enjaulados / hacen verdaderas las piedras y los muros.” La puntilla clavada en la flor no es un accidente, es un acierto: “eso es deseo, hecho misterio…” Con varillas y puntillas de percepción se logra la estructura: “No veo el alba / veo un caballo blanco / aquí, donde grandes mariposas con cuernos, / húmedas / velludas / depositan el huevo del día” Esta percepción atenta, hecha visión, constituye terreno seguro para la arquitectura del lenguaje poético. De un mundo visible, el de la tensión, en donde el Iluminado y el Oscuro se enemistaron por una rosa”, se pasa a un mundo invisible, paralelo, en el que “no se borra el rastro de lo que pudo haber sido y allí estuvo”. Las guayabas se transportan desde el país de lo fantasmagórico en cajas apuntilladas, fuertemente amarradas con cables acerados, para que durante el viaje no se vuelvan irreales pero, aun esta previsión, no deja de observarse en la piel de las frutas “el hambriento mordisco del otro lado.” Crece la hierba en la mirada del poeta, el monte como palabra, el cadáver del alfabeto entre las piedras, la palabra al-ba-ñil pegada con argamasa, el idioma remendado en los ojos de una lagartija. Todo entre las piedras. El poeta no quiere despertar del sueño de ser piedra entre las piedras porque desde allí, desde ese lugar que es la palabra, el paisaje luce, es, alcanza una nueva visión, extraña visión que alucina: oye la respiración de los árboles, “cuando los mueve la inmensa rueda del cielo”, el agua adquiere visos o notas musicales, se vuelve virgen que el hombre no mira, no adora como tal, sino que confunde con la Proserpina seductora de los alucinados, de los seres del inframundo. “Un paisaje no visto, recién llegados (nosotros) de lo visto”. Desaparece la frontera entre lo real y lo irreal, entre lo visible y lo invisible, desaparece el tiempo, que ahora es una ilusión, que siempre ha sido ilusión porque nunca ha existido: “o Dios haciendo visible de esa forma / las paralelas de su ilusión”. Los mamposteros conspiran en la trampa, en el ocultamiento, quieren hacer invisible la guerra, “pero ella es cada vez más visible.” Existencialismo, fenomenología, escepticismo, percepción, poética. Uno imagina a Sartre y a Berkeley, a Husserl y a Descartes, a Hume y a Kasper, a Heidegger y a Parménides de Elea y a Pyrro de Ellis; reunidos en una estancia del tiempo inmóvil, que puede ser una taberna flotando en el espacio, o un café de Paris, en tertulia perpetua sobre lo irreal e irreal, sobre lo que es y lo que no es, sobre lo visible y lo invisible, entre lo que se debe creer y lo que no. Escepticismo, fenomenología, chamanismo, magia, misterio: poesía. Y percepción. La mirada del poeta Nelson, aguda, desacralizadora:

“No veo catedral / veo un gato enorme sentado / sobre sus patas traseras, / unos ojos llenos de fe, / piel de carne de circo, / frente meditando en su oración (…)

alto en la entresombra / erige ante mí la parábola de la duda.” (…)

Pero esta duda es certeza cuando la ciega Narcisa en loco sueño se hace Eva y refunda el paraíso. Pronuncia la palabra y el Génesis cambia. Toma el color de su signo, su género y la fuerza de su convicción, para mostrarnos el Edén alucinado. Fantasmas, visiones en la honda sombra, la serpiente, el trabajo, el exilio, pero sobre todo el dolor, la ceguera, la locura. Una Eva loca y ciega que va dando tumbos de hospicio en hospicio, en eterno círculo, nos dice de un paraíso como clínica para enfermos mentales. Y esta duda-certeza de corte teológico salta a la grafía, a la escritura misma: “sin escribir escribo, / salto de esta tapia al patio ajeno / a robar los melones encendidos.” ¿Habla acaso aquí el poeta de las resonancias, de las influencias, o de esa voz de la poesía que está en el viento, más que en libros y talleres, que está en la plástica, como en los pintores de sus libros, Surgidos de la Luz y la Quinta del sordo, o “de la poesía que todos escribimos”, o nos habla de la lectura, de esa otra lectura no de libros, sino del entorno, el entorno interior o exterior del hombre, esa otra lectura que llamamos percepción? Cierto es que la poética de Romero Guzmán nace, entre otras fuentes, de una percepción atenta, aguda. En Grafías del insecto, por ejemplo, las imágenes tienen validez y asidero desde una profunda y paciente observación de entomólogo, o de poeta. Asistimos en este libro, a una palabra encantada y des-encantada, o si se prefiere, reno-va-dora: “la redondez es apenas una visión / una costumbre del ojo.” No en vano el poeta tiene sus propios invitados: el atormentado Jaime Sáenz, el de “las impenetrables obras de mampostería”, y Antonio Gamoneda, el de “vas hacia lo visible / y sabes que es real lo que no existe.” Mas hay un personaje aquí que no está anunciado, pero que se pasea sin más por todo el libro: hablo de George Berkeley, el obispo de Cloyne, el mismo que hace más de tres siglos lanzó al mundo su oración, su blasfemia, o su herejía: “esse est percipi”. Y entre la visión y la ceguera, entre lo real y lo irreal, entre lo visible y lo invisible, entre lo que existe y lo que no; una exaltación:

“Celebramos limpios aniversarios de aire,

muertes hormigueantes llegan de lo visto,

piedras se hacen invisibles.

Lo más hermoso de no ser visto: ¡el homenaje al ojo¡”

El poeta Nelson Romero Guzmán estuvo en el río, en verano, buscando la piedra, y encontró la revelación. Para Nelson Romero Guzmán y su obra no hay tiempo, sino eternidad. Porque, como bien sabemos, la revelación pertenece al ámbito del instante, del ahora, del presente, es decir, del siempre. Entonces el río y el poeta no cambian. Se funden para permanecer intactos: milagro de la poesía, inmutabilidad en el fluir. El poeta regresa a su hogar, el poema, con su obra perdurable de dicha y acierto: plena de agua, de viento, de asombro, de luz.

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