Relato de un náufrago de bancos

Por Iván Beltrán Castillo

“Debajo de las multiplicaciones
hay una gota de sangre de pato.
Debajo de las divisiones
una gota de sangre de marinero”
Federico García Lorca


Al contrario de los dandys, yuppies e impetuosos jóvenes neoliberales, que se perfuman a diario con un litro de Versace para no sentir el aroma delator de la realidad, yo al publicitado capitalismo lo que le encuentro básicamente es pobreza, aunque no niego haberme liado con algunas de sus actrices y burguesitas, y haber paladeado de vez en cuando sus controvertidos paraísos artificiales.
Creo, también al contrario de los filipichines ministeriales, que este sistema salvaje se erigió hace rato en la gran transnacional del miedo, el oscurantismo de la modernidad, la caverna del porvenir, así su estratagema sea vestirse de luces enceguecedoras y fabricar leyendas optimistas.
Por eso, recuerdo los bancos con un terror iniciático, y se confunden en mí con los fetiches de la pesadilla. Yo era un niño pálido, reconcentrado y lunático, con el aspecto de un latido anhelante, y no salía del asombro de percibir el hechizo, pero también, algo más denso, las falacias y los errores inenarrables del mundo, cuando apareció ante mí –grandilocuente y poderoso como una injuria encarnada- el primero de estos circos donde el rey supremo es el dinero, y parece escucharse en el aire el tintineo de las morrocotas y el silbido de cerbatana de los fajos de billetes contados, con primoroso autismo, por los duchos cajeros. No sé todavía por qué me encontraba allí, pero la primera impresión fue de malestar casi físico, y ha perdurado durante todos mis años.
-¿Y aquí que pasa? –le pregunté a la tía que me lo enseñó, y que me haló del brazo durante toda la infancia.
-Es el sitio para guardar los centavos –me dijo ella y, mirándome con dulce compasión, añadió-: No será tu sitio predilecto, lo sospecho, pero júrame que aprenderás a manejarlo o tendrás problemas en la vida. Esto es, según parece, lo más cercano a la felicidad… sin su concurso se te abrirán instantáneamente las puertas de la ruina; piensa que estás en la Meca de la religión pragmática, sin cuya bendición no subirás al cielo de los nuevos mortales.
La única persona que leyó con delicadeza la extensión de mi sensibilidad, comprendió allí, en el templo del dinero -tan sangriento y teologal como aquellos donde los Aztecas realizaban sus sacrificios humanos y sus fieras danzas de purificación-, el perpetuo accidente, el atafago y los yerros que me ocurrirían en semejante escenario. Vislumbró, pues, que yo sería uno de los innúmeros sacrificados en el pandemonium bancario, que no tiene ni siquiera la cortesía de matar a sus esclavos, sino que los mina y tortura de manera depravada durante todos los años de su vida, les dona una agonía innombrable, y al final del camino los entrega convertidos en piltrafas.
Desde entonces, en un banco siempre me siento un paria, un espectro, un delincuente, y percibo el peso de una expresión popular según la cuál el que no logra integrarse al ritmo de su tiempo, su mundo y su sociedad, no es otra cosa que un cero a la izquierda. De ahí, seguramente, provenga mi apego a un bella confesión de Baudelaire: “Yo al dinero lo aborrezco tanto, como vosotros aborrecéis a Dios”.
Asocio el templo bancario con la primigenia sensación pánica, así los positivistas lógicos lo encuentren fascinante y glamoroso, saludable y brillante, pues creo que allí se visualiza el drama del capital y sus terribles consecuencias, que es una puesta en escena donde quedan sintetizadas las guerras fraticidas y las querellas sordas características de un mundo donde para ser hay forzosamente que tener, donde el valor y el precio se fundieron en una sola cosa, y quien no se alza con unos buenos denarios está condenado a ser apenas un espectro sensible, alguien que no participará de la visión ni de la gracia, ni de la estética, ni de los placeres de los hombres eficaces: Homo faber que sirve apenas para engrosar estadísticas y para votar, cada cuatro años, por el más deletéreo y bellaco de los hacedores de historia.
Siempre que entró a un banco, después de dudarlo en la puerta durante un rato que se me antoja infinito, presiento que allí seré tratado como me lo merezco y se lo merece cada uno de los no elegidos: como un ser exageradamente humano, cercano a la afectación romántica, altamente improductivo, parasitario, “más ocioso que el sapo” y con lamentables vicios económicos como la bancarrota.
El banco es, repito, un templo fabricado con materiales exquisitos, en ocasiones casi cinematográficos, la zona sagrada del Dios Dinero, que, al igual que el otro, existe pero no para todos. Su atmósfera es aséptica y pulcra como un recuerdo inocuo, pero más allá de su apariencia inmaculada, tiene un aire cortante más ofensivo que el de las funerarias. Esta lóbrega impresión, lo comprendo, no es exclusivamente mía, como no es solo mío el pavor, la desazón y la hilaridad fomentada por estos sitios teatrales. Se trata, más bien, de un sentimiento colectivo: Nada recuerda más nuestra falta de dinero y nuestra ausencia de expectativas que la osamenta petulante e imperial de un banco.
Como es apenas lógico, quién está horadado por estos pensamientos adquiere en el banco un inobjetable semblante de asesino, y transgrede, nervioso, todas las reglas de juego del organigrama financiero. Narrar los incidentes, los roces, los malentendidos y las frustraciones que me degradaron en estos campos de concentración (de capital) sería material de un informe viciado por la ira. Básteme recordar la ocasión, única por supuesto, en que me enfrenté al cuestionario marcial formulado con palabras de hierro a quién pretende la gracia de obtener un préstamo bancario. Fue la misma sensación que debieron tener los herejes y los blasfemos frente a los inquisidores, y si cuando entré al banco era pobre cuando salí era miserable.
Cuando regresé a la calle había comprendido que en los bancos no hay ricos, pues ellos mandan a sus esquiroles a cobrar sus cheques, y los que por allí deambulan son los desheredados pueriles –con cifras en la cabeza, cifras en el pasado, cifras en la ilusión y cifras en el alma- que sueñan, cual adolescentes, con entablar una relación fraterna con la plata, desconociendo otra consejo de la tradición popular: plata llama a plata, y pobreza llama a préstamo…
La figura que me acompaña en estas “salidas a campo”, propedéutica de la derrota, es, como debe pasarles a la mayoría, la de Charlot, lunático extraviado en un mundo objetal que no perdona los pequeños sueños ni las pequeñas utopías ni mucho menos a los pequeños dioses, y mientras hago la fila, tensa como las de quienes se encaminan al matadero y al horno crematorio, me visualizo patinando por entre los cajeros, los gerentes, los asesores y los contadores, agarrado a las rejillas de las cajas y danzando entre billetes ajenos y expresivos. Esa es mi salvación lírica cuando entro a una de estas edificaciones suntuarias, donde los ricos un día terminarán ahogados en el mar de sus millones y los pobres acabarán un día atragantados por una moneda. Y comprendo que en la rebatiña financiera lo que termina sobrando es la vida, y los que guardamos esperanza en los bancos somos, como diría Blaise Cendrars, “Los hombres fulminados”.
El colofón de mis desventuras en los bancos, me ocurrió hace aproximadamente cuatro años, cuando empezaba mi exilio de la existencia pragmática. Exactamente el día en que me fue entregado el último cheque por mis equívocos servicios a la gran prensa colombiana.
Como siempre, aguardé en la fila de penitentes, sabedor de que la cantidad designada en el pedazo de papel pedante no me sería entregada fácilmente, o mejor aún, no me sería entregada en la primera tentativa por ningún motivo: Siempre existe algún obstáculo para que el dinero de los asalariados llegue a sus manos, jamás dejan de presentarse fallas en los sistemas, falta una firma, un sello, una formalidad tiránica.
Acostumbrado como estoy a estas prolongaciones infernales de la obtención de la recompensa, aguardé frente a la ventanilla, trémulo, tratando de parecerle al cajero lo suficientemente dócil e insignificante como para que me tratara con indulgencia, y esperando, por supuesto, alguna de las oscuras, dramáticas y tajantes frases de rechazo: “esto está mal… no hay fondos… no puedo pagarle… no se ve un número…” y un etcétera pasmoso y temible.
Para mis sorpresa, el cajero tecleó en sus máquinas, comprobó las firmas, auscultó el cheque por delante y por detrás, como un arqueólogo revisa un papiro, y –prueba indiscutible de la salud del milagro- sacó el fajo, me lo extendió y me dijo : “aquí está su plata… cuéntela por favor…”
Miré el mazo increíble más asustado que nunca, como quién acaba de asistir a una aparición bíblica o al sí de una mujer de apariencia inasible, y le dije al cajero, con palabras firmes y seguras:
-Perdóne la insolencia, pero aquí debe haber algún error…

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