Palabras en la Pequeña Venecia

Por Amparo Osorio

Comienzo estas reflexiones con una palabra simple, que como el Aleph de Borges, lo contiene todo: El punto y el signo, el círculo y la esfera, Un nombre y todos los nombres.

Una palabra de apariencia elemental, pero compleja y profunda como una liturgia y en la que se condensan los más profundos misterios y las más caras aspiraciones del corazón humano. Esa palabra es: Poesía.

A lo largo de la vida, nos hemos preguntado innumerables veces cómo asirla y si lo hemos logrado, o es ella, la que finalmente como una intrusa se tomó todos nuestros espacios.

Hablo en plural porque en este perpetuo diálogo interior hemos estado involucrados la imaginación y el cerebro, las pulsaciones de la sangre, los latidos del corazón, los alti-bajos del alma y una sucesión de agentes exteriores que comprometen al paisaje, haciéndolo partícipe de los múltiples escenarios del instante poético.

Quizá instante, sea la palabra mágica que nos confiere el interregno para penetrar el espíritu de la poesía. Un misterio, por así decirlo, que se cierne sobre nosotros como un haz de luz o sombra, fugaz e irrepetible.

Alguna vez, leyendo al argentino Roberto Juarroz, encontré una de las más próximas y certeras explicaciones sobre la poesía: poesía es hablar del abismo que somos, ante el abismo en que estamos. Esta definición de sencillez envidiable, es quizá una de las grandes cimas en que reposa su fuerza: un diálogo de abismo a abismo al que debemos entrar despojados y desnudos.

¿Qué hacer entonces para que ante la primera aparición de la luminosidad poética podamos aprehender ese instante? ¿Cómo pulsar las fibras de la imaginación para capturar este pequeño pero definitivo cortocircuito, que -muy bien sabemos- puede incluso poner en peligro a las estrellas?

Este también seguirá siendo uno de los grandes misterios para el ser humano, y contendrá en su epicentro más interrogantes que explicaciones, pero para descifrarlo se requiere de dos grandes aliados: la voluntad de ser poeta y el riesgo de intentarlo.

En la evocación de mis primeros hallazgos poéticos encontré múltiples referentes que ahora me permiten recordar una sentencia de la poeta egipcia Andrée Chedid: “el yo de la poesía es de todos”.

Esa frase, precisamente pronunciada hace algunos años en este mismo país por el poeta Sthepen Marsh Planchard a propósito de algunas lecturas mías en Mérida, me ha hecho reflexionar sobre cómo podríamos colectivizar la poesía y compartir sus intrincados y cósmicos caminos.

Veo a una pequeña asomada a una ventana en un viejo y céntrico apartamento de Bogotá. Veo sus ojos contemplar la última raya del crepúsculo y luego contener en sus manos a un frágil pájaro perdido que ha entrado y se estrella contra las vidrieras y las paredes. Siento como ahora su instinto maternal y el brillo contenido de una lágrima. La oigo afanosa buscar a su madre y dictarle el poema. Esa niña, que para entonces apenas tenía cinco años y aún ni siquiera sabía escribir, esa niña soy yo.

Si los príncipes y los guerreros acudían al oráculo como una suerte de videncia para tomar fundamentales decisiones de vida o muerte, ese oráculo era precisamente uno de los eslabones primigenios de la poesía, porque es un hecho inconmensurablemente poético el que acudamos a la alucinación y al desdoblamiento –esa otredad que perturbó a Don Antonio Machado- para decidir nuestros destinos.

Para nosotros, seres del diario transcurrir y de las culturas occidentales, el primer oráculo precisamente lo constituyó ese lazo de la sangre, de la fraternidad, que entendía desde entonces nuestra angustia y la que a pesar de sus precarios conocimientos nos abrió el horizonte de la comprensión, tan necesario para desbordar en los pliegues del papel nuestro pequeñísimo y ya comprometido mundo.

En estos tiempos, en los que trágicamente asistimos a la caída de los dioses y al declinar de todas las utopías, sólo queda un oráculo posible en donde el hombre, con su corazón al desnudo, puede enfrentar los acosos de la soledad y de las contaminantes injusticias de un mundo globalizado que ha dejado de mirarlo como un ser de carme, hueso y espíritu, para convertirlo en un número más de la siniestra máquina cuantitativa.

Ese oráculo no es otra cosa que la poesía, y si ésta, como afirma Gastón Bachelard, es metafísica instantánea, corresponde a todos y cada uno de nosotros propender por su supervivencia, que no es otra cosa que la supervivencia del yo. Debemos entonces velar por su nueva instauración en todos los paisajes, en todos los momentos, en todas las máximas aspiraciones del ser humano.

Veo un parque desolado. En una esquina hay un perro. En la otra una mujer. Comienza la sombra a irrumpir en ese parque...

Aquí encontramos tres motivos elementales y simples que podemos agregar a nuestra íntima contemplación para que explote el poema.

Pensemos que tal vez uno de los árboles de ese parque puede sostener toda la carga que el poema necesita, ya sea porque es frondoso y verde o simplemente porque esté muriendo en pie con la dignidad con que mueren los árboles.

En este primer escenario está dada la imagen poética. Los protagonistas podrán realizar su gesta literaria si ustedes lo deciden.

Ella puede ser una Penélope contemporánea en un parque del Siglo XXI y el perro un Argos común en busca de un Ulises exiliado.

Pero no solamente de imágenes idílicas se nutre la poesía, y es así como también en las turbulencias y los dramas límite, surge como una inalterable conciencia.

Evoco por ejemplo los trágicos poemas de Nelly Sachs, escritos en las épocas de la Alemania nazi o el siguiente doloroso fragmento del peruano Manuel Scorza:

Mientras alguien padezca,
la rosa no podrá ser bella:
Mientras alguien mire el pan con envidia
el trigo no podrá dormir.

Lo que induce a la poesía, a partir del relámpago de la primera imagen o de la primera sensación, es la fuerza cognoscitiva que cada uno sea capaz de darle desde el horizonte de ese deslumbramiento.

La realidad del poeta se haya en su propio interior, en los vastos territorios donde la imaginación se funde con la palabra y el ideograma de esas representaciones es el único capaz de construir el prodigio.

La Grecia que conocemos y su historia, no sería la misma si no hubiera sido cantada por Homero. Sabemos de Inglaterra y la complejidad psíquica de los anglosajones, merced al canto de Shakespeare, de Byron, y hemos presenciado, a través de la lente del tiempo, la desgarradura ibérica, gracias a las voces imperecederas de Machado, García Lorca o Miguel Hernández, porque salvo la palabra todos los imperios se convierten en neblina

Demoraremos muchas lunas y una permanente zozobra habitará entre nosotros y la barca que lleva nuestro nombre.

Pero si decidimos ahora cambiar las armas por las palabras, el desasosiego por la tinta con que escribimos, y transmutar el dolor en poema como los sabios alquimistas, estoy segura de que lograremos algún día repatriar nuestros dioses y de nuevo poetizar el mundo.

* Texto leído por la escritora colombiana Amparo Osorio dentro del pasado Festival Mundial de Poesía de Venezuela, mayo de 2008

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